Se miraba los pies empapados y resoplaba. Había perdido la cuenta del tiempo que había estado achicando el agua que se filtraba por la puerta entreabierta. Por momentos el agua cada vez era más oscura, una película oleosa reflejaba el arcoíris en la superficie. También era posible que siempre hubiera sido así de oscura y él simplemente quería verla cristalina. Nunca se planteó cerrar la puerta y prefirió seguir llenando los baldes de agua y echándolos a un recipiente que llevaba lleno media vida. El agua calma e insonora acariciaba sus tobillos y le erizaban la piel de vez en cuando. Heráclito era el que decía que nunca te bañas en el mismo río dos veces, pero ahí estaba él, insistiendo en refutar aquel axioma dando por sentado que el agua volvería clara y que el chapoteo de sus pies terminarían por abrir la puerta de par en par.

Pero el sol se ponía y salía una y otra vez, el tiempo cambiaba con la misma rapidez con la que él retiraba el agua sin descanso. Aquel tiempo le resultaba agotador y mientras dedicaba energías que casi no tenía a mantener a raya el nivel del agua, nunca se le ocurrió el sencillo gesto de cerrar la puerta. Entonces soltó el balde recién llenado. el ruido del metal chocando primero con el agua e inmediatamente después con el suelo rebotó en todas las paredes provocando un eco ensordecedor que tardó una eternidad en desaparecer. Fue cuando por vez primera escuchó el agua calmada y de fondo, en la lejanía la nada. Agudizó el oído con la esperanza de escuchar unos pasos, una respiración, un suspiro. La respuesta fue la nada más absoluta.

El siguiente sonido que escuchó es el resquebrar de su corazón que llevaba latiendo al máximo desde que pensó que podría contener aquella sangría de agua negra que entraba por la puerta entreabierta. El dolor fue tan agudo que cayó arrodillado al suelo, levantando pequeños chorros sobre su cuerpo. El suelo entonces se transformó en barro, en arenas movedizas que le impedían moverse. Se dio cuenta de que aquella agua oscura como el petróleo eran sus propias lágrimas derramadas desde el momento de la pérdida y cálidas como la esperanza.

Cuando pudo liberar sus manos se apoyó sobre la puerta y esta se cerró con un estruendo que vació por completo su alma. Cuando abrió los ojos el suelo ya estaba seco, el sol entraba por la ventana y la puerta, cerrada, le invitaba a echar la llave. Así lo hizo, y con cada vuelta, el repiqueteo de la cerradura cosía la herida. Luego un golpe con la mano partió el metal que cayó al suelo y se perdió por debajo de la puerta. Aquella puerta jamás se volvería a abrir y deseo morir con todas sus fuerzas para entender que aquello era la misma vida.

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