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Garabateaba en la servilleta, quizá por despecho aunque probablemente fuese por desesperación. La tinta se iba mezclando con las lágrimas e intentaban dar sentido a las letras, a los sentimientos que intentaba hilvanar y que en algún momento de los días pasados, se habían deshilachado de una cuerda que creía bien atada, robusta, fuerte, como él. Pero entonces se dio cuenta de que los límites a veces se traspasan sin darse uno cuenta, y los de los sentimientos, son incontrolables.

¿Cuál fue el instante en el que todo se desmoronó, en el que el sentido dejó de tener razón de ser y se convirtió en un obstáculo que se hizo insalvable? Pero lo peor de todo es que la necesidad aún estaba ahí y apretaba como un puño inquebrantable el corazón que poco antes había despedazado. Roto en mil pedazos, disperso en las arenas del tiempo, imposible de consolar y de reconstruir. Después de cuatro años y cuando la firmeza y la dulzura de su guía se transformó en deseo pasional, en ese amor del que tanto habló al principio, de ese amor que nunca quiso sentir, y que traicionó su esencia.

El último latigazo fue doloroso, la sangre salpicó con inusitada violencia su cara, saboreando la sal y el metal cuando recibió el mismo multiplicado por mil. Soltó el látigo sobresaltado y apesadumbrado. Se acercó a ella y le preguntó si se encontraba bien. Ella, se sintió contrariada, nunca había parado, ella siempre había soportado aquello. Si, mi Señor, le dijo sin mirarle. Él le giró la cara y vio los ojos firmes, entregados y plenos, y el dolor de su espalda atravesó su corazón con una punzada brutal. Soltó sus ligaduras y limpió las heridas como siempre había hecho, pero esta vez era diferente. Vio su sangre y sintió que nunca más podría hacerlo igual. Así se lo dijo. Ella lloró sintiendo que era su culpa, que algo había hecho mal, que por ello, él ya no querría volver a hacerlo.

No era nada de eso, era algo más sencillo, algo contrario a su forma de expresarlo. Amaba a su sumisa como a nadie en el mundo, y la amaba por lo que era y lo que le daba, esa entrega absoluta. Pero más allá de eso, su relación era puramente de amo y sumisa y para él eso era perfecto. Para ella también, pero ella le adoraba, era el centro absoluto de todo su mundo y su amor era pleno y absoluto.

Pero él sintió por primera vez el amor hacia ella, el amor que le impedía volver a hacerle daño aunque eso fuese lo que ambos deseaban. Por vez primera perdió el control de sus emociones y sus actos y no supo que hacer. Sintió miedo.

Cuando ella se sentó en la mesa frente a él, estiró los brazos y le limpió las lágrimas, algo que él le había hecho centenares de veces. Le miró. No me iré, le dijo, soy tuya, soy tu sumisa, eres mi señor, y aunque nunca más vuelvas a tocarme, eso no cambiará. Si es eso lo que deseas, tus deseos se cumplirán. Él levanto la mirada, orgulloso. Lloro, dijo, por no saber controlar mis emociones y saber que siempre estás a mi lado, pase lo que pase. Los sentimientos son difíciles de comprender, difíciles de manejar, siempre nos confunden y nos hacen equivocarnos. Mi suerte es tenerte a mi lado, y la tuya, hacerme quién soy.

Arrugó la servilleta escrita y empapada. La tiró, se levantaron y se fueron. En el fondo de la papelera se podía aún leer, “Siempre serás mía”.

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