Le enseñó la baratija desde todos los ángulos posibles. El brillo, entre el dorado y el cobrizo, el bronce y el titanio, indefinido. Hacía mucho tiempo de aquello. La guardo entre sus dedos cerrando el puño hasta que los nudillos se blanquearon. Después acarició la cara apartando el pelo, notando los labios hinchados, sonrosados, sedientos. En la sonrisa que le dedicó había mucho amor y mucho odio. En ese odio ella se escondía para catapultarse hacia el deseo. Entendía aquel sentimiento, esa constante tendencia natural que tenía a revolverse y contestar, al rebrinco incluso cuando las manos enfundadas apretaban su cuello o cuando, sin ningún pudor, descargaba el peso de su cuerpo para dejar deslizar el cinturón y agredir la piel.
Al fin y al cabo, aquella danza decadente entre dos fuerzas que se atraen y se repelen, hacía que lo externo fuese sólo un rumor y, de la misma manera que cuando dos niños entrelazan sus manos y giran entre sí a toda velocidad, eran sus miradas lo único que importaba en aquellos momentos. Todo lo que sucedía en el exterior era borroso y anodino, a veces despreciable y en ese giro indefinido se catapultaban hacia sus deseos. Dejó de presionar, lo suficiente para poder girar el cuerpo y tener la espalda pegada a su pecho. Con la otra mano sacó de una funda el cuchillo que, con maestría, giró entre sus dedos. Después, rasgó la tela de arriba abajo, apoyando la punta de la hoja sobre la nuca y en un movimiento rápido la deslizó sobre la columna hasta las nalgas. El vestido dejó de tener utilidad y cayó a ambos lados de sus pies. sin darse cuenta ella levantó los talones como si se hubiera quitado un peso de encima. La mano enguantada se deslizó por el mismo camino que instantes antes había recorrido el acero. Con los dedos separó las nalgas, lo suficiente como para que ella resoplase un poco y soltase un gemido. Entonces el cuello quedó liberado de la presión y la mano bajó por uno de sus hombros hasta la mano que aún mantenía encerrada la baratija. La misma que ahora que por fin tenía un propósito se había convertido en una alhaja. Sin dejar de posar los talones en el suelo sintió como alrededor del cuello se ceñía el cuero y el metal. Se sintió extraña, no estaba acostumbrada a la simbología y él mucho menos, pero disfrutó del collar como si hubiese sido la primera vez.
Sin embargo, el propósito era puramente práctico. Cuando introdujo en su culo el metal, tiró de la cadena hacia arriba, tensando lo suficiente para que se encajase entre las nalgas y simulase una nueva columna en su espalda, dorada y cobriza, bronce y titanio, indefinida. Después el clic en la anilla y la tensión de sus manos sujetando la cadena. Entonces él se rio con fuerza, plena carcajada llenando los pulmones de aire. Se separó y observó su deseo. Asintió con la cabeza mientras le susurraba en la boca: “Para ser concéntricos los círculos deben estar cerrados“.
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