Daba lo mismo que luciera el sol o que la lluvia arreciase con la fuerza de la tormenta tropical. Tampoco hacíamos caso a las advertencias, nunca lo hicimos. Aprovechaba a llevarme en moto por el camino más agreste, buscando la sombra de un puente cubierto de óxido o de madera vencida por la naturaleza que aún se mantenía en pie y soportaba el trasiego de los coches y los camiones. Me hacía bajar y me llevaba de la mano hasta una roca afilada o una piedra incinerada por el sol y me sentaba. Sonreía por evitar el llanto del dolor que las heridas en el culo me provocaban. Luego volvía con una bebida o un helado y se sentaba a mi lado. Y allí nos quedábamos mirando el lago que había al otro lado o el rumor del río cercano. Por encima, los coches pasaban a toda velocidad pero ahí abajo tenía todo lo que deseaba. Todo lo que amaba.
Pon música le decía, y apoyaba la cabeza en su hombro sudoroso. La piel me palpitaba y la sangre me hervía. Luego veía las marcas de las agujas y lloraba sin consuelo. Siempre se me dio bien mezclar la felicidad más inmensa con el desastre de mi vida interior. A él no le importaba. O todo lo contrario, le importaba tanto que ahí estaba, sujetando el helado para que no me tocase el culo y aguantase el dolor. No recuerdo que me castigase ninguna vez, a cambio intentaba pegar los pedazos de la vida que había perdido en las arenas del tiempo. Recalibraba esos instantes para luego llevarme hasta el límite del dolor físico para luego, en contraste, enseñarme estos lugares tan sencillos que me hacían querer mantener mi vida congelada.
Pon música le decía, mientras le rodeaba con las piernas, no para evitar que se escapara, sino para comprender por qué se quedaba. El corazón me latía al mismo ritmo que sus dedos me tocaban y se me paraba cuando me ataba en la corteza áspera de los árboles. No tenía saliva para él porque mis palabras se disolvían en la sangre y sólo me quedaban los gestos y los suspiros incontrolables. En aquellas cunetas, sentados y cuando el dolor era insoportable le veía la barba llena de la crema del helado y reía. Y cuanto más reía más dolor sentía cuando el alma se partía en miles de pedazos al sentir que no volvería a ver el fuego de sus ojos y la violencia de sus manos. Entonces me hundía más en el sudor y miraba hacia arriba deseando que aquel helado gotease hasta mis labios y me hiciera cambiar.
Pon música le decía, interrumpiéndole mientras me contaba las hazañas de los insectos que se subían por sus botas, de la vida de las plantas agrietando el asfalto y buscando el sol. Acariciaba las hojas con tanta delicadeza que me dolía la piel, pero no lo hacía de la misma manera que cuando aflojaba las cuerdas de mis piernas para después besar la dureza de las continuas incisiones. Mis cicatrices eran tan suyas como mías, pero compartíamos un dolor diferente. Lloraba por él y él por mí sin embargo él siempre estaba en mis ausencias viajando por el nirvana que me había construido. Cada vez me costaba más volver y ni el amor era capaz de traerme de vuelta. Aquel trébol de cuatro hojas me enseñó que aquella iba a ser la última vez.
Pon música y que sea nuestro consuelo para siempre.
Wednesday