Hace poco recordaba un momento efímero en el tiempo, pero permanente en la memoria. Un momento que sintetizó cada uno de los deseos y materializó, como un chasquido que aún resuena en mi memoria, lo que soy, lo que era y lo que seguiré siendo. Aquel día, hace ya muchos años, esperábamos el ascensor desde una planta cuarenta y cuatro del The Westin Peachtree Plaza. Un capricho antes de volver a casa. Nuestras esperas siempre eran silenciosas, hablábamos cuando era estrictamente necesario, algo que aun hoy echo de menos, sin embargo, aquella tarde noche ella estaba especialmente habladora. Miraba su reflejo en las puertas metálicas del ascensor, disfrutando de su figura, de su mirada rasgada, de aquel pelo negro que moldeaba su cabeza. Ella mantenía las manos dentro de la gabardina y tenía las piernas cruzadas en un vaivén que le permitía mantener el equilibrio sobre los tacones. Sabía que se los había puesto por mí y sabía también que no había sido necesario hacerlo. Ella hacía lo mismo conmigo, observando mi cazadora de cuero envejecida y mi barba descuidada, las gafas de sol sobre la cabeza y las botas sucias, como siempre. Era una imagen curiosa, la de la belleza y el silencio y lo descuidado que mascullaba a menudo improperios por la espera interminable. El ascensor avisó de su llegada con un suave sonido antes de que se abrieran las puertas. Me cogió de la mano, descruzó las piernas y sonrió al notar mi cara de sorpresa. Nunca había tomado la iniciativa en nada, no conmigo. Entramos y se apoyó en la barandilla que separaba el espejo que adornaba la pared del fondo y esperó a que pulsase el botón para bajar al vestíbulo.
No cambies, no hables o hazlo cuando quieras hacerlo como siempre lo has hecho. Úsame cuando te apetezca o cuídame si es lo que deseas. Deja que cuide de esa pequeña parte de ti, que crezca, que me succione hasta que me deje seca. Deja que cuide esa barba descuidada que araña mi piel y que esconde el filo de tus dientes. Déjame ser como soy contigo, sentirte en cada momento como la primera vez, curar tus heridas y que tus gruñidos decoren mis oídos. No hace falta que demuestres nada, ni a mí ni a nadie, solo tus ojos pueden dominarme, sólo tus manos pueden sacarme de la muerte en vida en la que vivo desde que soy una niña, desde que las cuerdas se convirtieron en el puente colgante que se balancea sobre la furiosa muerte que me reclama. Arrasa mi vida y mi cuerpo como aquel día que abriste la puerta para que pasara y tu cortesía sepultó la brutalidad que percibí al rozarte. Deja que te busque en cada momento como te busqué al día siguiente para comprobar que aquel roce sólo era el comienzo de mi rendición a alguien que no conocía, pero sentía que me conocería mejor que yo misma. Cuídame W y que sea la muerte lo único que pueda separarme de tu dominio y posesión.
Nunca había hablado tanto antes y nunca volvió a hablar tanto después. Aquellas palabras fueron su hierro incandescente grabadas en la memoria y en las entrañas, palabras que descubrieron lo que ya sabía de alguna manera y, sobre todo, descubrieron lo que era capaz de hacer por ella. ¿Cuánto tiempo es suficiente para encontrar y cuánto para olvidar? ¿Cuánto tiempo es suficiente para sentir que lo eterno puede durar cinco años? La muerte separa inevitablemente, borra recuerdos, voces y caras. La muerte es el final y el final es permanente, como aquellas palabras que me dijo mientras bajábamos desde el piso 44 del The Westin Peachtree Plaza.
Wednesday