Hubo un momento en el que el roce de sus manos sobre la piel exhausta sonaba con un estruendo ensordecedor. De rodillas, se había hecho tan pequeña que lo ocupaba todo. Allí abajo, el aire denso, el pelo caído, el olor a sexo, todo le pesaba como una losa y era incapaz de levantar la mirada. Hacía fuerza para no tener que mirarle e inconsciente de sus acciones, prefería mirar al suelo antes de perderse sin saber que hacer aquella mirada oscura. Notaba la caricia en el pelo, el dorso de la mano que antes la había abofeteado y que ahora con suavidad y calidez recorría la cara y transmitía calor, disfrutando. ¡Joder si disfrutaba!
Se daba cuenta de que sólo necesitaba un instante, una pequeña porción de vida para que su corazón se inflamase, para que la sonrisa apareciese en su rostro inconmensurable y la carcajada subiese desde los más profundo de su ser. Así que eso era la felicidad de la que tanto había leído, de la que tantas veces había escuchado. Esa era la única felicidad que necesitaba, ese instante en el que le aterraba mirarle a la cara porque necesitaba saborear el momento y temía que al hacerlo se diese cuenta de que sólo era eso, un instante.
Para su sorpresa la violencia pasaba a un segundo plano y todo dependía del color de sus ojos. Anhelaba que en algún momento se despachase a gusto, que utilizase su carne y su piel para esos juegos macabros y sádicos que él había convertido en un arte. Quería ser su lienzo, su bronce, su barro. Quería serlo todo. Luego era cuando el sonreía y con la voz suave le hacía preguntas que ella no sabía contestar. Luego era cuando se sorprendía al descubrir como él la veía y ella fruncía el ceño y torcía el gesto exagerando la incredulidad de aquellas palabras. Le contaba como sus ojos cambiaban de brillo y de color, como se hacían más grandes cuando los labios se inflamaban en un intercambio mutuo de mordiscos. O cómo las paredes soportaban los roces y los golpes mientras el cuello se enrojecía y la sangre se manifestaba por salir a borbotones.
No quería más, quería eso, aquella sensación de pequeñez ante él, arrodillada y dispuesta, a sus pies. No necesitaba más que esa sensación inmensa y mientras caminaba se decía al sonreír: “Sé feliz, hazme feliz“.
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