Era tonto. Tonto en el sentido pintoresco y absurdo, en el sentido de sacar siempre una sonrisa en cualquier circunstancia y situación. También era tonto porque sólo lo hacía con ella en la intimidad, cuando nada más que sus ojos podían deleitarse ante la carcajada limpia y abierta, más cercana a la risa de la inocencia de la infancia y no a la de un hombre que tenía en sus manos y cuando quisiera, su vida. Estaba acostumbrada a que en su círculo las palabras fueran el soporte y el hilo conductor de todas sus acciones, pero fuera de él casi siempre se mantenía en silencio. Repetía a menudo que para qué necesitaba hablar si nada había que decir y que era infinitamente más provechoso observar a aquellos que hablaban mucho sobre todo cuando lo hacían de sí mismos. Según él, cuando lo hacían dibujaban un perfecto cuadro de lo que no podrían llegar a ser.

Y en eso se afanaba, en mantener la voz alejada de aquellos que no eran ella. Echando la vista atrás se daba cuenta de que todo aquel proceso de autoconocimiento se dio de manera natural y también repletos de silencios. Se conocieron en silencio, con palabras eficientes y afiladas porque quizá en ese momento entendió que no eran necesarias, pero si se preguntó si aquello iba a ser siempre así. Como bien había comprobado el tiempo fue añadiendo las palabras, perfilando conversaciones intensas y fructíferas y al mismo tiempo desencadenando un torrente de alegría que era imparable. Se sorprendió la primera vez que confrontó el dolor y el reposo después de una violenta e intensa sesión. En los cuidados certeros y suaves que le proporcionó, apareció por vez primera la carcajada irrespetuosa e imprevista. Al menos por ella porque después dilucidó que todo era un hermoso plan para evitar hundirse en esa sensación de vacío que crean los minutos posteriores al término de una sesión. Fue entonces cuando la mirada oscura y profunda tornó el viveza y luz y un comentario le sacó de aquel estado pesado de la misma manera que un enorme brazo te arranca de las profundidades del océano. El rio y ella, aún dolorida, estalló en una carcajada que se prolongó hasta que las lágrimas volvieron a brotar de sus ojos. Mientras, él acariciaba sus heridas y sus marcas haciendo ruidos extraños e infantiles transmitiendo no sólo la calidez del gesto y del cuidado, también unas intensas cosquillas que mitigaron el dolor incipiente. Luego dibujó en su piel monigotes con su propia sangre poniendo voces ridículas y creando una historia maravillosa sobre la carne trémula que seguía temblando sin cesar.

Se fraccionaba la esencia de aquella relación en la que todo estaba muy bien organizado. Su parcela y su misión estaba dibujada con tiralíneas, mientras que la de él pasaba de la ferocidad e inmisericordia a la estupidez divina que la traía de vuelta a la realidad. Porque como bien decía: “La vida, la nuestra, necesita un equilibrio entre el dolor que yo te produzco y la felicidad que te otorgo. Y fuera de allí, debe predominar la alegría. Deja que mi seriedad se fragüe en nuestro entorno pero no en tu interior”.

Luego volvió a hacer monigotes con su sangre en su piel desollada para que regresase triunfante y con una sonrisa a su estado natural.

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