Nunca había visto así su sangre, en ese fluir continuo y lento, dibujando serpenteantes caminos por su piel para terminar desembocando, primero gota a gota y luego en un fino hilo sobre la arena blanca y cálidamente perfumada. Junto a las nuevas marcas de ese rojo intenso y oxigenado sus pies, inmóviles, pétreos, soportes de las columnas que solo podrían sostenerla cuando se derrumbase. El silencio era tan insoportablemente sonoro que su respiración retumbaba en sus oídos, notando como poco a poco se calmaba, y el dolor, empezaba a destruir sus terminaciones nerviosas.

Quizá imaginaba que el dolor insoportable era el que se producía cada vez que en su piel restallaba cada una de las fibras del látigo, que cada punzada, cada golpe, cada gota derramada sobre la arena era lo más doloroso que podría imaginar. Nunca pensó que la ausencia de su voz durante el castigo fuese aun peor que los propios golpes, que el escozor de las heridas. Porque su voz era el analgésico que hacía posible que esa tortura se convirtiese en un pequeño paso hacia el paraíso. Cielo e infierno en el mismo instante, con la misma intensidad. Entonces notó como su coño se licuaba, como los espasmos recorrían una a una las heridas y se hinchaba de gozo, como sentía las caricias certeras de sus dedos ásperos y llenos de tierra que recorrían sin parar y despacio los recovecos, como horadaban su sexo y la tierra, rozaba en sus labios bajando de nuevo al infierno hasta que el orgasmo se precipitó en su palma como un torrente sin fin de placer y dolor, de flujo y sangre.

Se limpió en sus pantalones, sacó el cuchillo y cortó la cuerda. Ella inerte, no tenía fuerzas para sujetarse, pero él recogió su cuerpo con una mano mientras que se guardaba el afilado cuchillo con la otra. Sintió elevarse como una pluma hasta estar por encima de su hombro y caminó hacia la orilla. Sin dudar, arrojó su cuerpo al agua salada. El infierno volvió en forma de alfileres, por millones, asesinos de sensaciones pero no de sentimientos. Él se sentó a su lado, mecido por las olas y la abrazó, limpiando con el agua salada sus heridas. Contuvo ella el aliento, se mordió los labios y tensó cada una de las fibras de su ser. Cuando terminó, se sintió purificada.

Un beso y su voz, el analgésico de su sufrimiento.