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Salvaje y seco. Así lo encontró, entre lo sucedáneo y lo simple. El filo de las cuchillas siseaba bajo el bramido del motor, algo agudo y penetrante. La gasolina supuraba por unos tubos desgastados y el humo negro se incrustaba en los pantalones rotos. Las hebras de la hierba salvaje recién cortada se enredaban en los pies descalzos y éstas salían volando a cada paso, desperdigados por el aire y mecidos por la brisa que las depositaba a ambos lados del camino que dejaba la máquina.

En el lado opuesto, tras una barandilla de madera poco lustrosa y apoyada con los brazos, le miraba con curiosidad. Esa manía de observar e intentar desentrañar los misterios de los gestos, aunque en realidad era una simple manera de percatarse de cuán especial eran aquellos momentos. Era primavera, álgida y luminosa. Aún no hacía demasiado calor, pero allí estaban los dos sudando, cada uno a su manera. Le miraba cuando se limpiaba el sudor de la frente con el dorso de la mano o con parte de la camisa remangada en sus brazos. Sentía curiosidad por saber por qué no se la desabotonaba y ella fantaseaba con hacerlo cada vez que paraba. Se mojaba los labios con la lengua cuando empezaban a secarse con una lentitud exasperante y le llenaba de rabia el corazón. Entonces se daba cuenta de que su propio sudor había dispuesto una carrera desde la nuca hasta el final de la espalda arqueada por la forma de apoyarse en la barandilla. Se lo secó con un pañuelo que olía a él.

El olor del verde cortado empezaba a impregnarlo todo. Ese frescor y dulzor incomparable que le traía recuerdos que se amontonaban en la memoria y se dispersaban como el olor a tierra mojada después de una lluvia torrencial veraniega. Cuando se daba cuenta de que volvía a la realidad él estaba parado frente a ella, sonriendo, con esa distinción del animal que ha cumplido su trabajo y ha vuelto exhausto y henchido de felicidad. Luego ladeaba la cabeza, como siempre y le miraba la comisura de los labios entreabiertos donde él decía no había mejor lugar para perderse y encontrar su piel. Se incorporaba y desde lo alto de aquel porche desvencijado le sacaba una cabeza, insuficiente para ser verdad. Pasaba los dedos por el pelo enmarañado, sucio y lleno de vestigios de la hierba salvaje, colocándoselo como si fuera un dandi pordiosero para luego echarse a reír.

La mano áspera entonces acariciaba el cuello y los dedos apretaban. Abría aún más la boca, buscando esa bocanada de aire salvador. Y cuando él pensaba que era suficiente soltaba de una vez y la humedad de la hierba cortada entraba en los pulmones en forma de aroma vital.

 

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