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No entendía de vino, ni pretendía. Sentado, sostenía una copa llena hasta la mitad mientras observaba a los demás como se afanaban en intentar ser los más avezados en averiguar qué tipo de uva, de barrica, que trazas y sabores quedaban en boca y no sé cuantas tonterías más que a él le importaban bien poco. A fin de cuentas, se decía, a esto se reducía todo. El afán por consagrarse no solo como mero conocedor de algo, sino a posar la impronta de la sapiencia sobre los demás. Un alarde muy poco romántico, pensó.

Y cuanto más rocambolesco se dilucidaba aquella situación, mientras el alcohol giraba en espiral por la copa, retenida la fuerza centrípeta por el cristal que se ahogaba en los efluvios y vapores, encontraba las similitudes y sonreía. No era para menos.

Escuchaba con atención a los contertulios, con sus ráfagas de afilados conocimientos, atropellándose entre ellos mientras subían por las escaleras estrechas de la verdad absoluta y él, solo pensaba en ella. Sus caderas podrían mantener aquel líquido en perfecta sincronía con los vaivenes de los azotes, algunos cariñosos, otros pícaros y algunos, los más, violentos como el sabor penetrante de su sangre. El recuerdo de aquel dulzor metálico, le hacía ver como había cambiado con el tiempo, desde la juventud y lozanía de sus piernas, a la madurez incesante de unos pechos que peleaban por mantenerse aún erguidos. A ella eso le disgustaba, sin embargo, para él, no era nada más que el origen del cuerpo. Ese cuerpo que daba la fruta que ha esperado lo suficiente y ha sido bañada incontables veces por el sol.

Las voces le distraían, hablaban de maderas y de como el aroma ahumado penetraba en el alcohol. Con los ojos cerrados podía conocer el aroma de cada uno de los rincones de su recipiente más preciado, el tiempo que debía dedicar a cada parte, cuál debía mantenerse en la oscuridad y cual enseñarse. Pensaba en los tobillos, y lo que le emocionaba que ella se sintiese encantadoramente recatada, risueña y pizpireta, sabiendo que cuando descorchase aquella botella, el sabor sería poderoso y embaucador, y lo único ahumado sería su piel braseada por el hierro incandescente.

El paladar, decían, soporta un sabor afrutado con trazas de vainilla y cedro. A él eso le sonaba a lo que era. Disfrutaba inundado los labios y el paladar de su saliva y que ella la mantuviese hasta que le ordenaba escupir y goteando, se deslizaba hasta sus pechos, la verdadera fruta que él degustaba, jugosa, y con los dientes clavados mientras succionaba hasta que la sangre aparecía como gotas divinas atravesando la piel. La dureza de los pezones podría competir con la madera del cedro y como a ésta, había que tallarlos para poder recibir un líquido especial. Por eso las cuerdas se enroscaban como serpientes reptantes, constriñendo una fábula en la que el lobo, siempre se come a la presa.

Entonces escupían como maestros y él volvía a sonreir recordando su saliva salir de aquellos labios carnosos y perfectos, cosecha del 89.

 

Wednesday

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