Crujía el suelo. Crujían los huesos. Los tacones creaban un tic tac que marcaba el tiempo de cada paso. Sobre todo ello, las caricias. Caricias que en algún momento de su vida le hubieran parecido fuera de lugar, caricias impregnadas de cariño y ternura. Le retiró la silla para que se sentase y la acomodó después. Le apartó el pelo de los hombros y lo dejó caer sobre la espalda. Con una cuerda fina lo recogió y le hizo un nudo corredero llevando el resto del cabo hacia delante. Mientras tanto, hablaba con alegría, cosas intrascendentes, bastante alejadas de la profundidad que la situación necesitaba. Ella se revolvía en el asiento intentando buscar acomodo e imaginando que sorpresa le depararía aquella cena.
Frente a frente, sonreía y con esas armas era imposible no rendirse. Descubrió hacía mucho que el sentido del humor predominaba en cada acción, en cada sesión. Al principio no podía tomarle en serio, luego descubrió cosas a las que era imposible resistirse. Sacó un cuchillo afilado y lo dejó sobre la mesa. Encendió el fuego de una pequeña cocina portátil dividía sus mundos, uno a cada lado. El aceite comenzó a hervir mientras él, como un maestro, limpiaba sobre la tabla una pieza de pescado. Cortó la carne y separó la espina. Hizo unos pequeños cortes en la carne y la apartó. Con la espina hizo una filigrana y la dejó junto a la hoja afilada del cuchillo. El aceite se iba calentando más y más, dejando esbozar los primeros vórtices de humo. Abrió el congelador y sacó un pequeño recipiente con harina. Rompió un huevo y lo mezcló con agua y hielo. Lo mezcló con cuidado sin apartar la mirada del aceite. Filtró el contenido y espolvoreó la harina con un tamiz sobre el agua con el huevo. Luego mezcló con suavidad.
Sin darse cuenta, ella estaba inmersa en el proceso, escuchando su voz, ajena a cualquier cosa, era como una anestesia sensorial. Le pidió que se levantara un momento, una orden, algo similar, era lo que era mientras hacía caso al gesto con la mano. Entonces él probó a echar la mezcla sobre el aceite. Se hundía y se elevaba, se hundía y se elevaba. Entonces sonrió, amplia, satisfecho. Mezcló la carne con la tempura y la dejó caer en el aceite hirviendo con suavidad. Luego sumergió la espina enrollada en filigrana en el aceite, sin tempura.
Unos segundos fueron suficientes. Él sirvió la espina primero y se la ofreció, dejando la carne para sí. Se sentó de nuevo en la silla y frunció el ceño. ¿La espina? ¿En serio? Mientras el cortaba la carne de la anguila y sin dejar de mirarla, cambió su tono jovial por uno un poco más serio.
“Habláis siempre de que la apariencia no lo es todo, que nos fijamos siempre en lo bello, lo juvenil, lo hermoso sin haber probado antes otra cosa. Sin embargo, aquí estás tú casi despreciando algo que no has probado y ni siquiera sabes como sabe, simplemente por su aspecto y lo que significa. Pruébalo”
Le hizo caso. Mordió parte de la espina creyendo que se clavaría alguna espina. Crujió y la sal explotó en su boca. La mezcla del mar, el aceite y la sal le llevaron a un pequeño e instantáneo éxtasis culinario. Terminó el plato disfrutando de cada bocado y cada mordisco. El crujiente se quedó grabado en su memoria.
“Eso que has sentido en tu boca, es lo que siento yo cada vez que saboreo tu dolor, tu sangre, tu piel desollada, tus lágrimas. Todo eso está dentro de ti, como la espina está dentro de la anguila. Pero por si sola, no sabe a nada, no es nada. Tenlo presente. Y ahora, ¿quieres un poco de vainilla?” dijo mientras le soltaba el nudo que le ataba el pelo en una coleta.
La risa sonó infantil y contagiosa.
Wednesday